jueves, 1 de julio de 2010

A mi Padre



Nunca, señor, pensé que el verso mío

cuando te hablara en él por vez primera

la música filial de los veinte años,

del huérfano infelice la voz fuera.



Nada valió la familiar plegaria;

moriste en plena vida, y ¡qué contraste

tocóles a los tuyos, muerto amado,

en la noche fatal que agonizaste!



Noche con paz de luna; también fuiste

noche más que ninguna tormentosa;

tus horas de martirio florecieron

en mi jardín, como sangrienta rosa.



Todo lo evoco, Padre: tus quejidos;

tus palabras postreras; la voz triste

con que te habló tu hermano sacerdote;

la mañana de otoño en que moriste;

los cirios ?compañeros de velada?;

la madre y los hermanos, todos juntos;

el ataúd que sale de la casa;

el sollozante oficio de difuntos;

y ¡oh infinita bondad la de los padres!

los ojos muertos de tu faz piadosa

que me vieron por último con lástima



en las orillas de la negra fosa.



Supe después lo enormemente triste

que es la trsiteza del hogar vacío

y lloré con la marcha de la madre

para tierras del norte. Mas confío

que te he de ver, oh Padre, para siempre

con mis pupilas de resucitado.



Aquel buen ángel que guardó el sepulcro

de Jesucristo, y que miró extasiado

la tierra redimida, y a las santas

mujeres que buscaban al Amado,

las consoló, verá concluir su oficio

cuando el último Adán encuentre abiertos

los eternos lugares de victoria

y no haya quien pregunte por sus muertos.

Ramòn Lopez Velardez

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